
Porque el camino, desde Oruro, es una experiencia que deja huella en lo más profundo del alma…
Para empezar: el bus estaba repleto de gente. Había un buen grupo de gente parada y una señora vociferaba a dos franceses sentados al frente de nosotros que estaban en sus asientos (nunca entendimos como un asiento 34 se puede convertir en un 23 cuando uno mira su ticket). Al final, agarramos sitio listos para pasar la cordillera: chullo, guantes, chompa, casaca, termo con mate caliente, doble calcetín, manta y almohadas de aire para el cuello. Al nuestro lado se aposto un soldado con una silla plegable. La armó y se sentó más rígido que un árbol (mientras que delante de él, en el mismo corredor entre los asientos, se echó a dormir un tipo de lo más tranquilo entre mochilas y maletas).
Segundo: el camino. ¡Es un desastre! Seis horas de trocha interminable que hacía que el bus vaya zigzagueando de un lado para otro, mientras que temblaba a lo largo de toda la ruta. Era increíble ver como el soldado no movía ni un milímetro, con su uniforme verde de camuflaje, mientras uno no sabía como acomodarse entre tanto movimiento.
Tercero: EL FRIO: El clima de Bolivia y de Uyuni en particular es algo que hay que saber antes de aventurarse por estas latitudes: la zona más fría de toda Bolivia es Uyuni donde se puede alcanzar por la noche los -13ªC. Y obviamente viajar de noche es una experiencia horrible porque uno siente como se va congelando en vida. La primera indicación de que se avecina una experiencia polar se encuentra en las ventanas; es normal que estas se empañen con el aliento de todos los pasajeros… ¡pero no que se congelen por dentro!. Para ver hacia fuera hay que raspar las ventanas para encontrar que por fuera también están cubiertas de hielo.
Tres horas más tarde la manta resultó útil ya todo lo que teníamos encima no servía para nada. Todo lo metálico se enfrió hasta lo impensable incluyendo las puntas de mi zapato por lo que tuve que quitármelos y envolverme los pies con el chullo (ya me los había quitado antes en el aeropuerto de Lima porque no pasé el detector de metales), lo que me dejó la cabeza desabrigada por lo que tenía que calentarme metiéndola como tortuga a la casaca mientras me frotaba con los brazos. Cuando me di cuenta estaba en plena convulsión para evitar morir en vida y Jesusiño estaba en las mismas condiciones.
Mientras tanto el soldado seguía en verano.
Una hora más tarde la manta pasó al olvido porque no servía para nada. Las piernas se me entumecieron y los pies se me congelaron, lo que tuve que frotármelos a lo largo del camino, adoptando posiciones propias del hombre de goma. Jesusiño tampoco estaba en un día de campo: abrigado hasta la nariz sólo se podían ver sus ojos entre tanto trapo, congelado como un pescado.
El bus se detuvo y se puso de pie el que estaba echado en el corredor, congelado y sorprendido al ver al soldado a quién le dijo: “oe, abrigate…” y el soldado pareciera que estuviese esperando la orden porque se levantó, se puso una grueso casaca y volvió a colocarse en su rígida posición.
Quien diría que tenía frío el pobre…
A las cinco de la mañana llegamos a Uyuni y había que salir a buscar las mochilas y fue allí donde se grabó la impresión en el alma: creo yo que efectivamente estábamos en los famosos -13ªC porque se me congeló el cuerpo en su totalidad (creo que lo sentí con mucha intensidad porque perdí mis guantes entre los ocho bolsillos que tenía y recuerdo que los buscaba con desesperación mientras sentía que daría mi reino por un incendio forestal). El golpe de frío es lo suficientemente fuerte como para congelar y acalambrar el cuerpo si uno se queda parado. Nos pusimos las mochilas y caminamos a la agencia de turismo más cercana, temblando, sin poder hablar con claridad, con las manos entumecidas de frío (en mi caso). Estoy seguro, Jesusiño, que jamás vamos a olvidar el día en que el cerebro se nos hizo cubitos.
Lección: el mejor camino para llegar a Uyuni es por Potosí (a dos horas) bien temprano, recorrer el Salar y volver a Potosí donde hay un clima más abrigado.
Al final, llegamos a la agencia de turismo donde nos pudimos calentar (había una estufa hecha con un quemador y un balón de gas) luego de veinte minutos de exposición al calor y contratar un tour al Gran Salar, junto con las “caipiriñas” (la pareja de franceses escogió la opción de dos días por lo que no pudieron acompañarnos), para las once de la mañana.
Pero otra vez nos toparíamos con la realidad boliviana.
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