Nos levantamos y armamos las pesadas mochilas para abandonar el hotel, que francamente era horrible (Jesusinho bajó a pedir toallas y no le dieron porque “es antihigiénico”). Así, con 10 kilos a la espalda, caminamos por la ciudad hasta llegar al mercado (previa salteña tucumana de carretilla) para tomar desayuno. Luego, seguimos camino por las empinadas calles de Potosí, preguntando por la Plaza Principal y todos bien solícitos anunciando “vas por acá y subes por esta calle y de allí al final doblas a la derecha”. Le preguntamos a una señora si estaba lejos y nos respondió “un par de muchachos jóvenes… caminando llegan”. Así que tomamos dirección a la plaza.
Craso error…
La plaza estaba lejísimos. Después de subir una enorme cuesta a 45 grados (o eso me pareció) llegamos a un monumento de Bolívar y a la sombra de un hospital nos sentamos a respirar (por cuarta vez a lo largo del camino). Luego quince minutos más preguntando y caminando hasta que llegamos a Banoa, una agencia de viajes donde contratamos un tour a las minas.

Ochenta y dos años antes de todo esto, el inca Huayna Capac había estado por allí y mando a explorar la montaña (que al verla a lo lejos la llamó Sumaj Orcko o Cerro Hermoso) y cuando empezaron a cavar se escucho un estruendo que decía “Potojsi” (reventar o explosión). De allí el nombre de la ciudad.
La visita a la Casa de la Moneda fue muy informativa e interesante. La hora se nos pasó volando y retornamos a Banoa donde conoceríamos al “Chasqui”, un ex minero que sería nuestro guía dentro de las minas cooperativas en el cerro de Potosí (es decir mineros que trabajan organizada o de manera independiente en la extracción de la plata de forma tradicional). Una vez vestidos de mineros pasamos por el mercado local a comprar regalos para los mineros (hojas de coca, lima, alcohol, cigarros y DINAMITA). Potosí debe de ser el único sitio en el mundo en donde la dinamita se vende libremente.
Ingresar a la mina y adentrarse en los túneles a más de 4000 msnm es una experiencia de riesgo. Es un turismo realmente vivencial porque aquí no hay arneses de seguridad y cosas por el estilo. Aquí te dicen “atento a donde pisas, ilumínate bien con la lámpara y avanza con cuidado” así que allí va uno, entre agujeros enormes, túneles oscuros y una que otra explosión que se oye a lo lejos. ¡Adrenalinaaaaaa! El cerro es como un enorme queso agujereado por niveles y hay que conocer la mina muy bien para no perderse. Fuimos a visitar al tío (un ser mitológico, patrón de los mineros, con patas de chivo, cara de diablo y un órgano sexual de proporciones bíblicas), tallado al final de una veta donde los mineros van a reunirse para pedir un mejor futuro y suerte en la explotación. Fuman con él y comparten el alcohol de 96 grados que uno les lleva. El locón quiso brindar con el tío y eso le costo un pequeño incendio en el interior de su ser.
Recorrimos los túneles (casi fuimos arrollados por una carretilla que transportaba minerales), trabajamos un rato con los mineros, nos metimos a algunas en donde Jesusinho no dio un susto cuando casi no logra subir por una abertura de roca estrecha y al final, salimos a la luz que incide fuerte sobre los ojos.

Uno se siente un terrorista andino…
(Si quieren ir a la mina de Potosí busquen Banoa a una cuadra de la plaza principal y pregunten por “El Chasqui”).
Nos quedo algunas horas para almorzar: jolque (sopa de riñón), lomo saltado de llama con huevo doble yema y charquican. Listos para tomar el taxi para llegar al terminal de bus (otra vez con la hora a las justas) e ir camino a La Paz, de vuelta, después de intensos días de ir y venir por tierras bolivianas.
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